Galerías santiaguinas / María José Albornoz.

Relatos de María José Albornoz, basados en las fotografias de Gabriel Pino Martínez.

 

Jose 03

EN 1 HORA

Son las tres de la tarde, Sandra viene de almorzar y, como siempre a esta hora, insiste en fantasear con una posición corporal de preferencia horizontal. Asumiendo lo imposible, se pone de pie para revelar los cuatro rollos de treinta y seis fotografías que doña Marta deja todas las semanas en su local. El esfuerzo por permanecer de pie durante cinco horas más, se desvanece con el recuerdo de la incondicional amabilidad con que doña Marta se le dirige cada tarde de jueves. Sandra deja el mostrador y alista la máquina para concluir el revelado en menos de una hora. La máquina trabaja, Sandra se dispone a encontrar una posición cercana a la horizontalidad sobre la silla más incómoda del local y cierra los ojos esperando descansar. Quince minutos después, las primeras treinta y seis fotografías mate, de 15×20 centímetros cada una, son expulsadas. Sandra abre los ojos y va en busca del primero, segundo, tercer y cuarto, revelador hecho fotográfico en la vida de doña Marta que nunca esperó encontrar. El primero, y menos perturbador, es que doña Marta era casada. El segundo, para Sandra tanto más inquietante que el primero, es que doña Marta es sexualmente activa. Luego, y como consecuencia de los anteriores, Sandra, ya sin ánimos, descubre que doña Marta y su marido son una pareja de iniciativas experimentales, por qué no, creativas. Sandra, ya no quiere descansar, ahora tensa, solo piensa en los inquietantes hechos y en cómo volverá a mirar a la, hace treinta minutos atrás, encantadora, doña Marta.
Sandra, toma las fotos reveladas, evidentemente nerviosa, las guarda en los respectivos sobres que, estremecida, intenta sostener y se permite, por primera vez, en cinco años de trabajo, salir a fumar.
El recuerdo insiste en las fotografías: doña Marta y su marido sobre la mesa, en el balcón, en la cocina, en un espacio público irreconocible; y con ganas de escapar, Sandra dedica la próxima media hora a esperar.

 

Jose 01

PIES TORTURADOS

Tenía catorce años y mi madre seguía olvidándolo, para entonces ya era demasiado tarde.
-Mamá, calzo 39 y estos son 36.
Por alguna razón, era incapaz de recordar dónde y a quién compraba mis zapatos, nunca pude obtener el número correcto y si se me permite opinar, el color y aspecto.
Hoy no la culpo, mi madre hacía todo por mí, que constantemente olvidara el tamaño de mis pies, era un descuido menor. Pero en ese entonces, insistí en reprocharle su olvido. Los trayectos a pie eran tortuosos. Un día, el dolor despertó la ira que hace rato contenía a causa del dolor. Mi madre abrió la puerta y chillé, nadie podría decir con certeza qué fue lo que dije, entre el dolor y la ira me volví incomprensible. Alrededor de los dieciocho años aprendí a caminar en la estrechez. A los veintidós, mi mejor amigo dejó de usar los mocasines de siempre, esos que siempre envidié -el zapato que mi madre creía ideal, era un calzado sin tiempo, sin estilo, sin nombre… feo-. Mi amigo me obsequió los mocasines más usados y cómodos que jamás usé. Pienso que, en cierta medida, cada quien adquiere un compromiso vocacional con lo que algún sufrimiento le causó. Tengo 50 años, imagínese usted mi compromiso con los pies: La Casa del Mocasín, local C, nuestro calzado tecnipédico es mejor.

 

Jose 02

ALFA/MÜLER

Alfonso y Hans son vecinos hace siete años, amigos hace seis.
Un inicio de amistad marcado por agresiones físicas, cuyas marcas recordativas permanecen en la ceja y cuello de cada quien. Las causas quizás se deban a que Hans, de insociable personalidad, carece de experiencia y “toque”, para dialogar; o acaso a la particular sensibilidad con que Alfonso se comporta frente a todo tipo de crítica que aminore su trabajo, el cual desempeña como si se tratara de cirugías de extremo riesgo. El riesgo de entorpecer la galbana experiencia de ver televisión por levantarse a cambiar de canal, eso que nadie merece.
Así de comprometido está con su trabajo y así de alterable se vuelve si se lo cuestiona:
Hans sale de la tienda, cauteloso, asegurándose de que nadie viene a necesitar alguno de sus artículos ortopédicos, que por lo demás, Hans importa, desempaca y testea, con la misma cautela con que ejecuta cada uno de sus movimientos. Se dirige lentamente al local vecino, como si se tratara de una misión cuidadosamente planeada. Una vez en la puerta de “Alfa Control Remoto”, Local 21, exactamente a diez pasos cortos de su local, “Ortopedia Müler”, local 20, Hans saca de su bolsillo un control remoto con evidentes daños materiales. Mira a Alfonso, quién come, quién siempre come, y en un esfuerzo por parecer amigable, le sonríe. Cuando está por dirigírsele, Alfonso lo interrumpe con un volumen tanto más alto de lo que Hans considera normal.
-¡El de la tienda de bastones de al lado!, ¡el vecino!
A Hans le alteran las interrupciones auditivas. Todo ruido que lo saque de su perpetuo estado meditativo, lo pone de pésimo humor y en una ciudad como Santiago, pues, Hans sonríe muy poco.
-No sólo de bastones.
-Bastones y muletas, cierto.
Hans ya empieza a arrepentirse de haber dejado su tienda, está seguro de que socializar siempre le viene mal.
-Caballero, no puedo dejar el local solo mucho tiempo, le traje este control.
Alfonso se lamenta, piensa que ya ha incomodado “al viejito”. Y es que todavía no se entera que tienen la misma edad.
-A ver, veámoslo.
Alfonso se toma su tiempo, lo examina minuciosamente mientras mastica, siempre algo mastica.
Traga el pedazo de quién sabe qué llevaba masticando hace rato y se dirige a Hans con seriedad.
-Este control es alemán
Hans, extrañado, permanece en silencio. Alfonso insiste.
-¿Me escucha, señor? Es alemán.
Hans alterado, le responde.
-Claro que lo escucho y claro que sé que es alemán, mi televisión también es alemana, yo soy alemán, no lo traje para que lo identificara, dígame si lo puede arreglar.
-No se ponga nervioso, señor, le puede hacer mal. Deje que le explique, yo sólo me familiarizo con los chinos.
Hans, balbucea un insulto intraducible, toma el control, se da media vuelta y agrega camino a la puerta, como reflexión final:
-Incompetencia.
Aunque Alfonso entiende que no tener un control remoto funcional, puede ser frustrante, sobre todo para un señor de la edad de Hans (la misma que él), los insultos respectivos a su trabajo, lo irritan de tal manera, que ya no siente respeto por la edad (la misma que él).
Alfonso, pues, deja su almuerzo de lado y da paso al grito que lo inicia todo.
-¡Veterano…!
Y tras una pausa reflexiva, agrega,
-¡… fósil!
Hans se vuelve a Alfonso, le aclara su edad a gritos e insiste en su inutilidad. Alfonso, por su parte, ya enterado de la edad de su oponente, de todas formas se dispone a enfrentarlo. Abandona el mesón de trabajo y se dirige a Hans, quien adapta una extraña posición de alerta y lanza el control remoto alemán al suelo, como queriendo intimidar. Del control se despliega una pieza metálica minúscula, que se dirige directamente al cuello de Alfonso, dejando una marca permanente en su cuello. Alfonso, lleva su mano a la herida con un brusco movimiento de brazo, que alcanza a rozar la ceja de Hans, dejando, para ambos, las marcas definitivas correspondientes.
El incidente no llega más lejos, casi de inmediato, cada quién admite,
-Ya estamos viejos.
-Fue un mal entendido.
Hans ayuda a curar la herida de Alfonso con insumos Müler.
Alfonso, por su parte, le regala una televisión y un control, por cortesía Alfa.

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