«La arquitectura debe expresar en su exterior lo que hay en su interior. Debe ser una ‘arquitectura parlante»
Así el arquitecto francés del iluminismo expresaba la importancia de la locuacidad de un edificio, o de su fachada externa, en la cual se debía notar si lo que había en su interior era un palacio de justicia, de gobierno o la casa de un noble, para lo cual habían una serie de normas y reglas a seguir.
¿Pero qué sucede cuando lo que se quiere expresar en un edificio, es el dolor de un pueblo o mas bien dicho la exterminación de una población a manos de un régimen antisemita?
La respuesta la tuvo un solo hombre, un profesor de arquitectura polaco totalmente desconocido antes de que proyectara esta gran obra de arquitectura contemporánea: el arquitecto Daniel Libeskind.
Indibur visita el museo Judío de Berlín, aquí les dejamos un breve análisis de nuestra visita y las líneas generales del proyecto.
Visita al museo.
El edificio de Libeskind está emplazado al lado de un edificio barroco, que es por donde se ingresa al museo judío. El arquitecto niega el acceso por el nuevo edificio y obliga a que el visitante entre a través del edificio contiguo y luego comience un descenso (9 metros aprox.) por una escalera irregular hasta llegar donde se encuentra el verdadero comienzo del museo.
Una vez abajo nos encontramos con tres ejes, cada uno simboliza un destino diferente que tuvo el pueblo judío: el exilio, la continuidad y el Holocausto. Estos ejes se cruzan entre sí y van formando las líneas principales del edificio. Cada uno desemboca en distintos lugares simbólicos.
La razón que da el arquitecto para obligar un acceso en descenso es que la unión entre Berlín y el pueblo judío se encuentra en las profundidades de la sociedad, pero tan solo a unos metros de la superficie. En el subsuelo se instalan fotografías, objetos y cartas de diferentes familias judías de la época de la Segunda Guerra.
Luego seguimos hasta el final de un pasillo (el del exilio) y llegamos a un espacio abierto. La primera impresión es la de libertad luego de estar encerrados en unos pasillos irregulares salimos al aire libre y nos encontramos con un jardín elevado, alegoría seguramente a los jardines de Babilonia y al exilio bíblico del pueblo judío.
Pero más que los jardines que Nabucodonosor construyó a su esposa para que se sintiera cerca de casa, nos sentimos en un lugar que nos produce totalmente lo contrario, vemos el cielo pero se nos niega el horizonte, vemos los árboles sobre estas especies de maceteros gigantes pero no podemos sentir el aroma de sus hojas, en otras palabras, creemos que estamos en libertad pero en realidad no lo estamos. El jardín está inclinado levemente, lo que produce cierta distorsión de la percepción del espacio y además no tiene salida, al igual que el exilio. Volvemos a entrar al museo enterrado.
Nos dirigimos por el segundo pasillo, el del Holocausto y nos encontramos con uno de los espacios mejor logrados por el arquitecto polaco: la Torre del Holocausto. 24 metros de altura para una torre de hormigón a la vista completamente vacía, sin ninguna especie de calefacción ni luz artificial. Levantamos nuestra cabeza y percibimos una tenue entrada de luz natural y un leve rumor proveniente de una plaza cercana. La primera sensación es de frío, luego viene el asombro cuando la puerta se cierra estrepitosamente, la oscuridad y el eco que produce la puerta retumban por toda la torre. El silencio se apodera de nosotros. Las palabras sobran.
Salimos de la torre del Holocausto y nos dirigimos hacia una -en apariencia- pequeña escalera pero que luego nos percatamos de su gran altura, esta recorre toda la altura del edificio (de subsuelo a cielo), el único punto donde se nos es revelado este dato es en el interior del museo. Es la escalera que simboliza de la continuidad.
Es el eje ordenador de una serie de salas de exposición. Cabe señalar que en la inauguración del museo (septiembre del 2001) estas salas se encontraban vacías, el museo era en sí el edificio y el vestigio dejado por las familias judías, lo demás era todo vacío. Luego con el tiempo fueron agregando diversas muestras, como también llenando los «Void» que son estos grandes vacíos que recorren la altura del edificio y dejan ver algunos balcones y salas de exposición. Entre las cuales se encuentra el más grande de los Voids, que es donde actualmente se lleva a cabo la instalación del artista israelí Menache Kadishman.
En el último nivel se encuentra una muestra de la cultura judía, donde nos dan a conocer particularidades y generalidades de su Historia, desde su religión, su idioma y su llegada a tierras germanas por la época de la Edad Media. Esta zona podemos decir que se parece a un museo común y corriente, o al menos a lo que estamos acostumbrados a imaginarnos cuando se nos viene en mente la palabra museo.
La obra de Libeskind está cargada de significado, desde las «cicatrices» de la fachada que trazan un mapa con direcciones reales e imaginarias de importantes judíos de la época, además del material de la fachada (compuesto de titanio y zinc) que se irá oxidando con los años y así evidenciando el paso del tiempo por el edificio.
Con respecto a la planta en zigzag, o como lo han denominado los vecinos del sector, el edificio «rayo» nos habla del camino irregular y quebrajado del pueblo judío en Alemania a través de la Historia y además es la deformación de la estrella de David.
Daniel Libeskind explica que para la idealización del museo se basó fundamentalmente en dos obras : la primera es la del escritor Walter Benjamin, Einbahnstrasse (Calle de un solo sentido), la segunda es la obra Moses und Aron de Arnold Schoenberg, obra concebida en tres partes, cuya parte final se encuentra inconclusa, en esta obra Schoenberg la concluye con textos y no con música. Lo que Libeskind pretendía con el edificio era terminar la composición del músico austríaco de origen judío.
La obra es sin duda un ejercicio de un profesor de arquitectura, que por un lado contiene una fuerte fundamentación teórica, que se une con un manejo de la forma plástica y que contiene la fuerza expresiva, arrolladora y simbólica de una obra de arte expresionista.
«Los patriotas afirman que el expresionismo es una intromision judaizante».
Así el escritor J.L. Borges (en su libro Inquisiciones), fiel admirador del expresionismo alemán y traductor en sus inicios de poetas expresionistas como Heynicke y Klemm, nos da una clara visión del pensamiento de la época sobre la influencia judía en el arte alemán. A comienzos del siglo XX con artistas como Gustav Mahler, Arnold Schoenberg, Walter Benjamin y más tarde Kafka, habían influido en el drástico cambio cultural europeo. Estas corrientes artísticas desembocarían más tarde en el expresionismo. Por esta razón tenía que ser el expresionismo y ningún otro el elegido para el diseño de un edifico que recordara al pueblo judío en la capital germana.
Un edificio tanto amado como criticado, una construcción simple y compleja a la vez, a veces demasiado obvia, otras demasiado expresiva e inquietante, pero que al final logra crear consciencia de la relación entre el pueblo judío y la ciudad de Berlín y sobre todo la gran devastación que sufrieron en el tiempo del nazismo.
Sin duda esta obra se ha convertido en un símbolo de la ciudad, es uno de los sitios más visitados de la capital alemana, una ciudad que dejó atrás los años de guerra, de división y que se encamina por la vía de la reconstrucción de su Historia y sobre todo el respeto hacia ella, con tal de no olvidar los crímenes de la humanidad, y para que nunca más volvamos a caer en una pesadilla como lo fue el Holocausto y la Segunda Guerra Mundial.
Las fotos fueron realizadas por integrantes del taller y, en algunos casos, extraídas del sitio del arquitecto Daniel Libeskind.
Jewish museum of Berlin from indibur on Vimeo.